La casa es el lugar en que la intimidad queda a recaudo
Por Javier Aranguren
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LA VIVIENDA NO SE origina únicamente como un lugar donde protegerse del frío o de la lluvia. Se necesita porque allí la persona se recoge. La casa es un derecho fundamental del ser humano: cuando una riada arrastra un barrio pobre en Centroamérica, las víctimas no son sólo quienes perecen, sino también los que quedan sin techo y sin cosas, pues es en estas dos dimensiones donde se exterioriza la singularidad de la propia personalidad. Ni la uniformidad (planes urbanísticos trazados con tiralíneas, construcción socialista en el este de Europa, falta de elementos decorativos, acuartelamiento masivo de civiles), ni la indigencia, parecen acordes con la dignidad humana. Cuando alguien no tiene casa, la sensación de vulnerabilidad y de desprecio es mayúscula: ¿qué huella podrá dejar entonces?, ¿a quién le importará que ya no esté?, ¿en qué medida habrá podido contribuir a humanizar -a poseer racionalmente- el mundo? De hecho, hasta los habitantes de las barriadas más miserables de las grandes ciudades del planeta buscan hacerse con un rincón propio -cuatro latas, unos cartones, un pedazo de acera- del que puedan decir mío, expresión que -en el fondo- lo que quiere significar es yo.
En la casa es donde se habita. En ella se encuentra la habitación. Lo habitado es lo tenido (tener, en castellano, viene de habere, y por lo tanto se relaciona con habitum). Tener es la posesión de un espacio en el que las cosas hacen referencia a la propia persona. En efecto, las casas se decoran, y cada una del modo propio en que el gusto y la experiencia de una familia lo permite. Una habitación de hotel -por muy acogedora que pretenda ser- no se tiene; el salón de la casa, o la propia estancia, sí. Para que haya casa, los objetos que la decoran deben estar en relación, en respectividad, con quienes moran en ella. Fotos de boda, de hijos, un dibujo feo pero hecho por un familiar, algo que costó mucho tiempo e ilusión conseguir.
De otro modo -si nada se puede cambiar o si todo está ya puesto antes de que se vaya a ocupar el piso- la casa se convertiría e algo externo: un decorado por el que se deambula, pero que no te pertenece de un modo personal, que no exterioriza la intimidad de esa familia, de esa persona. Por este motivo el recuerdo de generaciones pasadas, o la proyección a las generaciones futuras, no puede ser el protagonista central de nuestro habitar: la casa se habita -se tiene- en presente, y por eso resulta incómodo, impersonal, estar excesivamente atado a una tradición que ya ha quedado como elemento extraño. La propia vivienda nunca puede devenir en un museo.
Cosas tenidas y hogares abandonados
Porque la casa se habita, las cosas que hay en ella son tenidas. Por eso la casa nos reclama con fuerza: es el lugar de nuestro origen (como la ciudad o la patria, pero de un modo más intenso), y ojalá sea también el sitio de nuestro óbito: morir en casa, entre las cosas en torno a las cuales se ha desarrollado la propia vida, es algo que en una sociedad superficial como es la nuestra ha caído en cierto olvido, prefiriéndose la asepsia fría de un hospital a la cama rodeada por las generaciones que quedan tras nuestro paso por la vida. En la casa se nace, en la casa se vive, en la casa habría que morir.
Esas cosas tenidas al final también nos tienen, y nuestra vida se construye en referencia a los objetos y cosas que vamos adquiriendo y haciendo nuestros. De ahí que se tan triste la experiencia del abandono del hogar: vaciar el piso en el que se vivió durante treinta años porque los padres han fallecido, la vida de los hermanos ha bifurcado caminos y el hogar de origen ya no pertenece a nadie. Cuando esa casa se queda sin las cosas que hicieron la decoración, las diversas habitaciones aparecen como un conjunto de tristes espacios sin puntos de referencia, en los que ya no se descubren las risas de antaño, en los que parece mentira que se haya podido crecer. La casa es la materialidad de las paredes, pero también su ornato, los cuadros, los objetos, las manchas -cicatrices de la historia íntima-, las peleas, carreras por los pasillos, las cosas. Eso supone que la casa se va habitando poco a poco. Es la vida familiar -acrecentada con el paso del tiempo- la que va llenando de cosas las paredes y la que retira otros objetos al cuarto de lo recuerdos o a la basura: la casa tiene que se algo vivo, como lo son quienes viven en ella, y por lo tanto se adapta a las necesidades de quienes en ella se encuentran, y con ellos envejece, se enriquece, se marcha.
En la casa las cosas son tenidas. Por es sólo en ella se experimenta de una manera tan fuerte la ausencia. En un lugar público -un aula, el pasillo de un hospital, la gran superficie comercial, el club social- no existen ausencias: en lo público nadie deja huella. Un curso eres tú quien asiste a las clase en 1° A, pero en esa aula al año siguiente no quedará resto alguno de tu paso: nada en dicho espacio se dice respecto a ese estudiante (o al cliente del hotel, o al enfermo de la 304). Los lugares públicos no se tienen: se utilizan. En cambio, todo en el propio cuarto hace referencia a su dueño, quien no puede ser un mero cliente, como hacen notar de un modo tan sabio esas madres que, enfadadas, espetan a sus hijos adolescentes frases del tipo: "¡Qué te has creído, ¿que esto es un hotel?!".
La familia
La habitación se refiere a quien la habita. Es una red de referencias significativas en la que la realidad cobra sentido en cuanto poseída por la intimidad de quien la tiene: uno se da cuenta de cuándo le han ordenado su cuarto ("¿Dónde están mis cosas?", dirá con enojo), y entiende por qué todo se distribuye de un modo determinado, que para él es perfectamente comprensible, aunque ante los ojos de los demás se presente como un descarado caos. Y por esta posesión que se establece con lo que se tiene, la ausencia se hace tan dolorosa en la casa, y "la habitación del hijo" -si resulta que este se marcha o que se muere- queda como un espacio vacío y yermo, cuando antes era un lugar lleno de calor y de sentido. Quizá por esta razón algunos temen la llegada de los aniversarios, de la Navidad, porque en esas fechas queda constancia del paso del tiempo, de la sucesión de ausencias, aunque también -como contrapartida- ocupan la mesa familiar nuevas personas que lo llenan todo con la presencia de su novedad. Además, ¿no significa esa presencia del dolor por las ausencias el que las relaciones entre las personas de ese hogar fueron verdaderamente fuertes y reales? A menudo el dolor es la señal que certifica la realidad del amor que se ha vivido, y por eso puede llegar a tener cierto sabor dulce: "¡Mirad! -dicen- ¡Cuánto se amaban!".
La casa es el lugar donde se tiene a la familia, habitante por antonomasia del hogar. Por eso en la casa caben los débiles, el enfermo, el niño, los egoístas, los tristes, los que están cansados. En sociedad rige la ley de la eficiencia: a cada uno se le juzga por lo que es capaz de aportar, por los resultados, si la inversión llevada a cabo en ese empleado, estudiante, trabajador, resulta productiva. En la casa no ocurre así. Incluso, con frecuencia, la persona más necesitada puede llegar a ser la más querida, y por ella se llega a realizar cualquier tipo de sacrificio: dejar un trabajo por cuidar de un hijo enfermo, tener un espacio de atención al moribundo, visitar a esa anciana que hace años que ya no parece tener otro papel que el de ser visitada y atendida por una conversación que trata de ser amena aunque muchas veces no encuentre respuesta. Un niño asustado que por ahora sólo sirve para jugar y crecer, un disminuido psíquico, una enferma de cáncer, el hombre agotado por una depresión, alguien arruinado o que ha sufrido un revés sentimental, quien haya perdido a una persona querida, tiene lugar para su cuidado o su consuelo en la casa. En ella se puede llorar con discreción -mejor que en la calle, a la vista de extraños que no pueden entender lo que te sucede-, y en ella se ríe sinceramente una broma que sólo tiene sentido para el círculo pequeño de personas que forman la propia intimidad.
Ancianos, enfermos, niños: el hogar, lugar de relación interpersonal, permite valorar a los seres humanos no por lo que aportan sino por lo que son. En el hogar se vive la experiencia de que el hombre no es sólo un "animal racional", sino que también, durante casi la totalidad de su vida, es dependiente, está necesitado de cuidados y de afecto, precisa que le cuiden y también tener de alguien a quien cuidar. Dentro de los muros del hogar se cae en la cuenta de que la autosuficiencia es un defecto, porque supone entronizar la soledad en el reino de un ser que necesita de los otros ("no hay yo sin tú") para poder decir que su vida es plena. Por este motivo se tensa tanto la vida familiar de una casa en la que lo que se le pide al hijo son resultados académicos y solamente después se le saluda, o en la que el padre es apreciado por sus ingresos; o lo que preocupa es la calidad del coche, del televisor, de la apariencia. En esas circunstancias, al cabo de poco tiempo el núcleo familiar de confianza se ha roto, porque quienes sufren esas reclamaciones sospechan que se les quiere no por lo que son sino por lo que tienen. Es decir, suponen que se encuentran viviendo en la totalidad generalizante también en su hogar, y por lo tanto sufren conscientes de su desarraigo.
La casa, lugar al que se vuelve (Rafael Alvira), se convierte también en el terreno adecuado para el ejercicio del perdón. En ella somos conocidos no desde nuestras actuaciones o desde nuestras máscaras, sino que se cuenta también con la debilidad de cada persona. Se saben cuáles son las propias limitaciones, y se entiende tranquilamente que se tengan miserias. Como uno es valorado por lo que es, cada cual también es consciente de que se le acepta limitado, y de que se comprenderán sus fallos, de los que siempre puede pedir excusas -a fin de cuentas, todos los tienen y, como no se está actuando bajo el rol de la eficiencia, no pasa nada por reconocerlos-. La madre acoge al hijo que hace tiempo que no le habla, o que se metió por caminos oscuros que le han podido llevar a experimentar la maldad, y lo único que esa mujer quiere desde entonces es ayudarle a salir adelante, aunque a ella le cueste la renuncia a sus propios proyectos -fines de semana, trabajo, nuevas preocupaciones-, que quedan subordinados completamente al rescate de la felicidad del vástago. A casa dirige sus pasos el "hijo pródigo", quien, después de dilapidar su existencia en la generalidad del placer y el interés -allí no tenía amigos, nadie a quien contarle nada, sólo compañeros en sus frívolas diversiones-, cae en la cuenta de que únicamente le esperan en casa, y por eso siente nostalgia del padre y del hogar, donde puede pedir perdón, y donde sólo recibirá como respuesta una fiesta ante la alegría de recobrar lo que se creía definitivamente perdido, es decir, él mismo, no su comportamiento. Los cristianos, al referirse al Cielo, con frecuencia hablan de "la casa del Padre", o "la casa de los santos": lugar de muchas moradas, en el que uno se queda para descansar, en una felicidad sin fin, en la que no se anhela otra cosa que ese mismo estar entre los que verdaderamente se quieren.
Para pedir perdón es preciso ser escuchado. Para recibir perdón se necesita haber sido comprendido, es decir, que quien escucha se ponga en la piel del arrepentido y sea consciente de que no era del todo la maldad, sino también la inadvertencia, lo que le había llevado a desviarse. Si la causa fuera una maldad plena no habría lugar para el arrepentimiento: los hombres, quienes con frecuencia se encuentran sumidos en un estado de semi-vigilia, "no saben lo que hacen". Por eso pueden ser excusados, ayudados, comprendidos. E1 arrepentido necesita que le escuchen: no basta con un gesto magnánimo de quien no quiere saber qué ha pasado. E1 arrepentido quiere ser conocido como débil, que se tenga en cuenta lo que ha hecho y que aun así se le reciba.
El diálogo
La casa -lugar en el que se puede contar lo que nos pasa- es el sitio donde cabe la sinceridad, y donde es posible el diálogo. Dialogar quiere decir abrir la propia intimidad sabiendo que va a ser recibida como tal, y en confianza, y de un modo discreto, y que será comprendida. En todo diálogo hay un intercambio, una respuesta. Tal cosa sólo es posible si cada uno de los que habla es tenido en cuenta, es considerado como alguien valioso (un absoluto) poseedor de algo que solamente él es capaz de aportar.
Todos pueden hablar en su casa. No tendría sentido un "tú te callas", aunque sí parece conveniente distinguir el peso de las palabras de unos y de otros en razón de la propia experiencia (pero todos estarán de acuerdo en esa distinción jerárquica, porque se conocen y se comprenden). En las casas hay que hablar: dedicar un tiempo a la tertulia, dejar de lado ese intermediario anónimo que es la televisión, reunirse para las fiestas o para las desgracias, decirse las cosas a la cara (quizás de uno en uno, pero sin dejar espacio para la crítica o la murmuración), saber hacerse con el punto de vista de todos para no matar la convivencia por culpa de una infructífera dictadura. La riqueza de la casa, y de la vida familiar, crece con la presencia de los hijos: nuevas voces añadidas a esa larga conversación en que consiste el amor matrimonial.
Para recordar:
Nuestro mundo afronta numerosos desafíos, que debe superar para que el hombre prevalezca siempre sobre la técnica, y el justo destino de los pueblos constituya la preocupación primordial de los que han aceptado gestionar los asuntos públicos, no para sí mismos, sino con vistas al bien común. Nuestro corazón no puede estar en paz mientras veamos sufrir a hermanos nuestros por falta de alimento, de trabajo, de vivienda o de otros bienes fundamentales.
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