El derecho a afrontar la muerte con dignidad
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Fuente: Zenit.org | 06/10/2007 |
Por la Dra. María Dolores Vila-Coro
MADRID, sábado, 6 octubre 2007 (ZENIT.org).- Para la directora de la Cátedra de Bioética y Biojurídica de la Unesco ( www.catedrabioetica.com) y miembro de la Academia Pontificia para la Vida, la doctora María Dolores Vila-Coro, no hay que hablar del derecho a una muerte digna, sino del derecho a afrontar la muerte con dignidad. Así lo sostiene en el artículo que firmó el pasado 18 de septiembre en «Diario Médico». Por cortesía de la autora, lo publicamos a continuación.
* * *
«Yo aprendí la dignidad»
Hace un par de años, en México, una de las Universidades más prestigiosas del país, me invitó a pronunciar una conferencia sobre la conveniencia o no de despenalizar la eutanasia. Señalé que no hay un derecho a morir ya que implicaría una contradicción «in terminis» porque sería la muerte del propio derecho y de todos los derechos posibles. Pero, continué, aunque fuera posible, el derecho a la vida es irrenunciable, como lo es el derecho a la educación, a las medidas de seguridad en el trabajo… e incluso el derecho a la dignidad que como persona le es propio al hombre. Recordemos el juego del «lanzamiento de enanos», atracción que se prohibió en Francia porque, aunque fuera el único medio de vida de los susodichos enanos, a juicio del Consejo de Estado francés, representa un atentado contra la dignidad de la persona humana, cuyo respeto es uno de los elementos del orden público. En el mismo sentido se ha expresado también el Comité de Derechos Humanos. Nadie puede renunciar al derecho a la vida, ni a su dignidad como persona. Tampoco puede renunciar a su libertad porque su ejercicio no es ilimitado, debe ejercerse siempre que ésta se mantenga: se perdería la libertad si uno se vendiera como esclavo.
El sentir de los profesionales de la medicina va en contra de la eutanasia. La Declaración de la Asociación Médica Mundial afirma: «La Eutanasia, es decir, el acto deliberado de dar fin a la vida de un paciente aunque sea por su propio requerimiento o a petición de sus familiares, es contrario a la ética. Ello no impide al médico respetar el deseo del paciente de dejar que el proceso natural de la muerte siga su curso en la fase terminal de su enfermedad».
Cuando hube terminado se suscitó un debate a propósito de si había o no derecho a una muerte digna.
Una persona del público sacó a relucir el deterioro de las personas que estaban próximas a la muerte, la degradación que sufrían sus cuerpos con un aspecto ingrato, que envilece y deshonra la imagen de la persona, deteriorada por el sufrimiento. «Se pierde la dignidad», comentó.
Señalé que la dignidad es algo intrínseco del hombre, pertenece al ser y no se pierde porque es inherente a su propia naturaleza; es la llamada dignidad ontológica. Hay otro aspecto que es la dignidad moral que depende del sujeto; éste la puede perder por la conducta inadecuada a su condición de persona. Nadie nos la puede arrebatar pero podemos degradarla si actuamos innoble y mezquinamente.
Un joven de unos 30 años que tomó la palabra, exclamó sin el menor reparo: «Yo aprendí la dignidad. Cuando mi hermana y yo teníamos 14 y 16 años, mi abuela se puso muy enferma. Falleció después de un proceso de deterioro que duró unos dos años. Mis padres trabajaban y comían a mediodía fuera de casa. Mi hermana y yo nos encargábamos de lavarla, curarla y atenderla desde que volvíamos del colegio hasta entrada la noche en que regresaban mis padres. Nunca olvidaré su enfermedad y, su recuerdo de mujer valerosa me acompañará toda mi vida. Algunas veces teníamos que ponerle calmantes porque tenía unos dolores terribles. Había que bañarla, vestirla, hacerle la cama y como no controlaba sus esfínteres había que volverla a lavar. Teníamos que cambiarla a menudo de posición porque se llagaba y, a pesar de nuestro gran cuidado, le salieron algunas llagas que se cubrieron de pústulas malolientes. No insisto en los detalles pero basta decir que en cuanto al deterioro físico se refiere, el de mi abuela era de consideración. Nunca, ni un momento, perdió el ánimo, la sonrisa, las palabras de afecto y de gratitud para mi hermana y para mí. Rezaba una breve oración en voz muy baja por si queríamos acompañarla y terminaba diciendo: "Que el Señor os bendiga por lo que hacéis por mi". Cuando su salud fue empeorando apenas hablaba, pero nos envolvía con una noble y generosa mirada llena de cariño y de infinita ternura... Emanaba dignidad, una dignidad que superaba, trascendía su cuerpo maltrecho».
Yo escuché el relato conmovida por la lealtad de los nietos y la sencillez y el respeto con que el muchacho hablaba de su abuela. Recordé las palabras de Gabriel Marcel en su estudio sobre «La dignitè humaine»: «La calidad sagrada del ser humano aparecerá con más claridad cuando nos acerquemos al ser humano en su desnudez y en su debilidad, al ser humano desarmado tal como lo encontramos en el niño, el anciano, el pobre». [1]
Comprendí que no hay que hablar del derecho a una muerte digna, pero sí del derecho a afrontar la muerte con dignidad.
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MADRID, sábado, 6 octubre 2007 (ZENIT.org).- Para la directora de la Cátedra de Bioética y Biojurídica de la Unesco ( www.catedrabioetica.com) y miembro de la Academia Pontificia para la Vida, la doctora María Dolores Vila-Coro, no hay que hablar del derecho a una muerte digna, sino del derecho a afrontar la muerte con dignidad. Así lo sostiene en el artículo que firmó el pasado 18 de septiembre en «Diario Médico». Por cortesía de la autora, lo publicamos a continuación.
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«Yo aprendí la dignidad»
Hace un par de años, en México, una de las Universidades más prestigiosas del país, me invitó a pronunciar una conferencia sobre la conveniencia o no de despenalizar la eutanasia. Señalé que no hay un derecho a morir ya que implicaría una contradicción «in terminis» porque sería la muerte del propio derecho y de todos los derechos posibles. Pero, continué, aunque fuera posible, el derecho a la vida es irrenunciable, como lo es el derecho a la educación, a las medidas de seguridad en el trabajo… e incluso el derecho a la dignidad que como persona le es propio al hombre. Recordemos el juego del «lanzamiento de enanos», atracción que se prohibió en Francia porque, aunque fuera el único medio de vida de los susodichos enanos, a juicio del Consejo de Estado francés, representa un atentado contra la dignidad de la persona humana, cuyo respeto es uno de los elementos del orden público. En el mismo sentido se ha expresado también el Comité de Derechos Humanos. Nadie puede renunciar al derecho a la vida, ni a su dignidad como persona. Tampoco puede renunciar a su libertad porque su ejercicio no es ilimitado, debe ejercerse siempre que ésta se mantenga: se perdería la libertad si uno se vendiera como esclavo.
El sentir de los profesionales de la medicina va en contra de la eutanasia. La Declaración de la Asociación Médica Mundial afirma: «La Eutanasia, es decir, el acto deliberado de dar fin a la vida de un paciente aunque sea por su propio requerimiento o a petición de sus familiares, es contrario a la ética. Ello no impide al médico respetar el deseo del paciente de dejar que el proceso natural de la muerte siga su curso en la fase terminal de su enfermedad».
Cuando hube terminado se suscitó un debate a propósito de si había o no derecho a una muerte digna.
Una persona del público sacó a relucir el deterioro de las personas que estaban próximas a la muerte, la degradación que sufrían sus cuerpos con un aspecto ingrato, que envilece y deshonra la imagen de la persona, deteriorada por el sufrimiento. «Se pierde la dignidad», comentó.
Señalé que la dignidad es algo intrínseco del hombre, pertenece al ser y no se pierde porque es inherente a su propia naturaleza; es la llamada dignidad ontológica. Hay otro aspecto que es la dignidad moral que depende del sujeto; éste la puede perder por la conducta inadecuada a su condición de persona. Nadie nos la puede arrebatar pero podemos degradarla si actuamos innoble y mezquinamente.
Un joven de unos 30 años que tomó la palabra, exclamó sin el menor reparo: «Yo aprendí la dignidad. Cuando mi hermana y yo teníamos 14 y 16 años, mi abuela se puso muy enferma. Falleció después de un proceso de deterioro que duró unos dos años. Mis padres trabajaban y comían a mediodía fuera de casa. Mi hermana y yo nos encargábamos de lavarla, curarla y atenderla desde que volvíamos del colegio hasta entrada la noche en que regresaban mis padres. Nunca olvidaré su enfermedad y, su recuerdo de mujer valerosa me acompañará toda mi vida. Algunas veces teníamos que ponerle calmantes porque tenía unos dolores terribles. Había que bañarla, vestirla, hacerle la cama y como no controlaba sus esfínteres había que volverla a lavar. Teníamos que cambiarla a menudo de posición porque se llagaba y, a pesar de nuestro gran cuidado, le salieron algunas llagas que se cubrieron de pústulas malolientes. No insisto en los detalles pero basta decir que en cuanto al deterioro físico se refiere, el de mi abuela era de consideración. Nunca, ni un momento, perdió el ánimo, la sonrisa, las palabras de afecto y de gratitud para mi hermana y para mí. Rezaba una breve oración en voz muy baja por si queríamos acompañarla y terminaba diciendo: "Que el Señor os bendiga por lo que hacéis por mi". Cuando su salud fue empeorando apenas hablaba, pero nos envolvía con una noble y generosa mirada llena de cariño y de infinita ternura... Emanaba dignidad, una dignidad que superaba, trascendía su cuerpo maltrecho».
Yo escuché el relato conmovida por la lealtad de los nietos y la sencillez y el respeto con que el muchacho hablaba de su abuela. Recordé las palabras de Gabriel Marcel en su estudio sobre «La dignitè humaine»: «La calidad sagrada del ser humano aparecerá con más claridad cuando nos acerquemos al ser humano en su desnudez y en su debilidad, al ser humano desarmado tal como lo encontramos en el niño, el anciano, el pobre». [1]
Comprendí que no hay que hablar del derecho a una muerte digna, pero sí del derecho a afrontar la muerte con dignidad.
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DOLORICAS, QUE NO DOLORES
La infancia de Doloricas transcurrió inmersa en la loca violencia de una guerra civil.
Un abuelo, tres tíos paternos, dos maternos, y tres primos hermanos, se perdieron para siempre, trágicamente, víctimas de aquel horror, sin contar la de vecinos, amigos y conocidos del pueblo.
Un pueblo grande, y contradictorio como el que más, el de Doloricas.
Una corta élite de señoricos finos y cultivados, viviendo a caballo entre el pueblo, la ciudad y la lejana capital del estado.
Un núcleo magno de profesionales y empleados, habitantes de alquiler en casas de ladrillo y teja.
Y todo un mundo de artesanos, albañiles y labriegos, habitando rústicas cavernas excavadas en la arcilla de los cerros.
La cueva de Doloricas era hermosa como ninguna, de paredes inmaculadamente reblanqueadas con cal.
Tenía una amplia chimenea horadada en el cerro, para dar salida a los humos de la hornilla, dos ventanas enrejadas en los dormitorios, que se abrían a ras de la vereda que escala el cerro, y un corral en el exterior, que servía de retrete.
Frescas en verano y templadas en invierno, las estancias de la tibia cueva, que no fría caverna, dos dormitorios, y una sala de estar con cocina incluida, eran bastante confortables.
Tenían luz eléctrica y una radio para oír música.
El agua, para beber y cocinar, la subían Doloricas y sus hermanas, desde la cercana fuente, en pesados cántaros de barro, apoyados en las caderas.
La de asearse la subían en cubos, llenados directamente del pilar, para no tener que hacer cola en el caño de la fuente.
Había pocos maestros y menos escuelas.
Ninguno para ella.
Aprendió sin lecciones dos de las cuatro reglas.
Sumar con los dedos de las dos manos no fue difícil, emulando a su madre al comprobar la cuenta de la compra, anotada por el tendero, con lápiz grueso sobre el papel de estraza de envolver.
Restar ya era otra cosa, pero aprendió para arreglarse.
También aprendió a firmar, con sus iniciales en mayúscula y una rúbrica en forma de lazo con dos palotes atravesados.
De memoria iba bien.
Nunca tuvo un problema con los encargos.
Primero a la carbonería.
Dos kilos de carbón para la hornilla.
Cuatro kilos de picón para el brasero.
Un soplillo de esparto de repuesto, que el anterior ya estaba gastado de tanto usar.
Un caja de mixtos (cerillas).
La lista de la tienda de comestibles no precisaba anotarla: Un pan redondo de kilo y medio.
Un kilo de pimientos para fritos.
Medio kilo de garbanzos.
Un kilo de tomates maduros.
Medio litro de aceite.
Medio kilo de sal.
Medio kilo de arroz, para el domingo.
Dos carteritas de Azafrán, que así llamaba pomposamente al edulcorante alimentario.
Lo demás salía de la despensa, bien surtida con los productos del campo que labraban, la matanza de un cerdo por navidades, y los huevos, gallinas y conejos del corral.
Cuando tuvo su primera regla creyó morirse.
Parecía que todas las tripas de dentro se le hubieran hecho sangre.
Menos mal que una de sus vecinas, que la vio empalidecer y tambalearse, temblorosa, se dio cuenta del goteo carmín oscuro que manchaba los blancos calcetines.
Se le acercó por el lado, la abrazó muy fuerte por los hombros, y la agitó suavemente sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras, hasta conseguir apagar los alaridos de terror que la pobre adolescente emitía al sentirse vaciar el cuerpo.
"Pero, chiquilla, ¿no te ha dicho nada tu madre? Esto nos ocurre a todas las niñas cuando nos vamos a hacer mujeres."
En los años de posguerra, cartillas de racionamiento y auxilio social, Doloricas se hizo una hermosa mujer.
Tuvo muchos pretendientes, algunos en muy buenas posiciones social y económica, pero su corazón solo sintió la química del amor cuando un joven forastero le rozó certeramente el talle, en la romería de San Policarpo.
Bailar con él solo dos veces, y un entrecruzar de miradas cómplices, estrechamente armónicas, bastaron para emparejar a los mozos.
De común acuerdo, entre ellos y sus familias, Doloricas y su novio se "fugaron" semanas después, llevando ella su hatillo con el ajuar, y unos ahorros que le entregó su madre.
La fuga concertada o "irse con el novio" era una forma de contraer matrimonio la gente humilde, a la usanza por aquel entonces, para ahorrar unas pesetas.
No estaban los tiempos para dilapidar en ceremonias y convites.
Se fueron a vivir al pueblo del novio, distante seis kilómetros, en una finca, mitad huerta mitad secano, que él tenía en arriendo.
Doloricas ayudó a su marido en la labranza, y, cosecha tras cosecha, ahorraron para ampliar la casa-cueva en que habitaban, pagar puntualmente los arriendos al señorico propietario de los terrenos, y, poco a poco, ir comprándole parcelas de la finca.
Con los años se hicieron dueños de tierra, animales, aperos y vivienda.
Incluso compraron terrenos colindantes.
Tuvieron dos hijos y tres hijas.
La mayor se casó con un vecino del pueblo, emigrante en Alemania, y se fue con él a ganar marcos.
Las dos siguientes ayudaban en la casa, pero poco, porque Doloricas y su marido decidieron que no fueran labriegas sino señoritas maestras, yendo a estudiar seminternas a un colegio de monjas del pueblo de Doloricas, pernoctando en la cueva de los abuelos.
Los dos hijos, los menores de la familia, también se fueron a la cueva de los abuelos, para estudiar en un flamante Instituto Laboral que se acababa de inaugurar.
Hubo que ayudar a los abuelos para ampliar la vivienda, transformándola en una confortable casa-cueva, con todas las comodidades: agua corriente, cuarto de aseo, cocina de petróleo y nevera.
Un orgullo para Doloricas y su familia: cuatro carreras de sus cinco hijos.
La hija mayor, aunque sin carrera, ahorró un capital en sus años de emigración, y montó un magnífico restaurante, por todo lo alto, en la carretera que une los respectivos pueblos natales de Doloricas y su marido.
Un restaurante que es una mina de oro.
Las hijas, profesoras, se casaron y se fueron a vivir a la ciudad, capital de la provincia, donde hay numerosas escuelas, institutos, Universidad, y muchas otras oportunidades de trabajo para ellas y sus maridos, y de porvenir para los nietos de Doloricas, que empezaban a venir al mundo.
Los hijos acabaron las carreras y se dispersaron.
Uno a Cataluña, donde es directivo de una empresa editora.
El otro a Navarra, donde trabaja de enfermero en una clínica muy prestigiosa.
La familia, aunque dispersa, sigue muy unida.
Todos los años, por Navidad, se juntan en casa de Doloricas, que ahora responde al cariñoso apelativo de "la abuela".
También suelen reunirse la segunda quincena de agosto, periodo compartido de las vacaciones, que cada hermano dedica a la reunión familiar, en el pueblo.
Qué hermosas y entrañables estas semanas que todos pasan juntos, al calor del hogar, con los abuelos siempre presidiendo las comidas familiares.
Doloricas guisa de ensueño.
Sus patatas a lo pobre con pimientos no hay quien las supere.
La receta de las gachas con sardinas y tropezones es algo que debería entrar en el libro Guinnes de los Records, tanto por los innumerables matices de los sabores que se experimentan al degustarlas, como por la multiplicidad de variantes que puede adoptar, dependiendo de la época del año y de lo que aparezca por el frigorífico.
Años felices, creciendo tan hermosa familia.
Lástima que la salud empieza a flaquear en la pobre abuela.
Desde hace tres años, las vacaciones familiares las pasa bien, tan activa como siempre, pero justamente al día siguiente de que sus hijos se han marchado, Doloricas se siente morir y hay que llevarla a la Urgencia.
No le encuentran nada que justifique sus molestias.
Los médicos que la atienden al ingresar corroboran que presenta un mal aspecto general, algo indefinido, "sensación de grave enfermedad" según apuntan en los partes de Urgencia.
La mantienen en observación, conectada a monitores y perfundida por sueros de mantenimiento, durante al menos dos días, al cabo de los cuales notifican: "La tensión arterial se ha mantenido en límites normales, así como el pulso, temperatura y otras constantes.
Las enzimas cardíacas, incluida troponina I, seriadas, son normales.
No hallazgos patológicos en la exploración física, radiografía de tórax y analítica completa de urgencias, hematológica y bioquímica.
Tras cuarenta y ocho horas de observación monitorizada, y después de descartar toda patología grave urgente, se le da de alta a su domicilio, debiendo hacer revisión por su médico de cabecera, quién decidirá su reenvío a este Servicio en caso de aparecer nuevos indicios de patología urgente.
"
Cuando vuelve a casa, Doloricas ya está curada.
No han sido los sueros ni los análisis.
Es que ahora ya no tiene que trabajar a destajo par atender a la gran familia.
Por fin puede descansar.
Con su prudente marido, en la intimidad del hogar, comenta la gran felicidad que le causan las reuniones familiares, pero que, a la vez, suponen tan pesadísima carga, cada vez más insoportable, que casi llega a desear que desaparezcan la vacaciones.
Durante el último año Doloricas viene experimentando un extraño y amarguísimo sentimiento de impotencia y contradicción, con percepción simultánea de furiosa rabia rebelde y vergonzoso arrepentimiento reactivo, que le destrozan anímica e incluso físicamente.
Durante meses no se ha atrevido a plantear claramente sus sensaciones.
Su inconsciente se negaba a dar forma de pensamiento a los sentimientos tan conflictivos que percibía.
Pero ahora, tan mal se ha sentido, tan cerca de la muerte, que no solo medita sobre lo que en su más profundo interior se agita, sino que incluso se atreve a expresarlo con palabras.
Primero, mascullándolas, luego murmurando en soledad.
Por último, tímidamente, sintiéndose culpable de unos sentimientos que cree poco nobles para albergarlos una madre, ha decidido hacer a su esposo partícipe de sus vergüenzas.
Las perspectivas de una nueva reunión la hace temblar.
"Siempre he pintado mi casa yo sola.
Este año no podía hacerlo.
Me ayudó mi hija, un poco, pero a las cuatro horas me dijo que estaba reventada, que no contase más con ella.
Eso tan solo unas horas tras la primera sesión.
Cómo se nota que no ha tenido nunca que blanquear una cueva al volver de faenar en la aceituna.
En cambio, yo, cuando voy a su piso en la ciudad, cada tres o cuatro meses, presuntamente a descansar, acabo realizando más faenas que en mi propia casa.
Sin confesarlo abiertamente me tiene asignadas varias tareas, que ella ha decidido, por cuenta propia, que sean de mi exclusiva competencia.
Le tengo que fregar los cristales de los balcones, la terraza y el salón, porque soy yo, casualmente, quien mejor lo puede hacer en este mundo.
Menuda caradura que tiene conmigo.
Ella parece que no quiere ver los lamparones que tienen los cristales, hasta el día en que yo estoy presente y puedo hacer de superasistenta.
Los numerosos colgantes de las lámparas de cristal de Bohemia del salón y el pasillo ni siquiera reflejan la luz, cuando llego.
Se transforman en un árbol de hojitas brillantes y multicolores después de que las descuelgo y les doy una buena ducha, seguida de secado con papel de periódico, cristalito por cristalito.
Me da un complejo de imbécil cada vez que me dice que soy la madre más buena del mundo, antes de encargarme otra faena de las que ella repudia...
Tiene ropa amontonada sin coser ni planchar.
Cajones enteros de trapos desordenados, que parece que son pingajos para tirar.
Cuando llevas unas horas planchando, colgando y ordenando modelitos, te das cuenta de que tiene un vestuario que ni Jacqueline Onassis.
Después de la suya, que es prioritaria, hay que planchar y repasar la ropa del marido y los hijos.
Cada vez son más exigentes.
Antes se conformaban con una muda semanal.
Luego precisaron dos.
Ahora hay veces que se cambian dos veces en el día.
Otra tarea es limpiarles el calzado, para dejarlo con el brillo que les gusta.
Las botas, llenas de barro, las tengo que meter solas en una sesión exclusiva de lavadora, y luego embadurnarlas con cremas regeneradoras.
Repasar los calcetines de los niños todavía se estila.
Algunos agujeros-tomates pueden zurcirse, a ver si aguantan unas semanas más.
Menos mal que algunos calcetines de saldo son baratísimos.
Alternándolos con los caros de marca suponen un ahorro.
Las medias de las niñas tienen menos arreglo.
Esas escandalosas carreras no hay quien las disimule.
Y las medias más resistentes cuestan un dineral.
Pero lo que a mí más me mata es la carga de la familia.
No soy como antes.
Ahora no sirvo para casi nada.
Me he convertido en una piltrafa.
Quisiera morir, de una vez, antes que aguantar de nuevo otra reunión con toda la familia.
Ya no puedo tirar más.
Tanto fregar y limpiar, como una burra, y que a nadie se le ocurra ofrecerte una jubilación siquiera parcial, ahora que ya no tengo fuerzas ni para levantar un caldero.
Pero eso no es lo malo ni lo peor.
Malo es cuando la nuera pone cara de asco mal disimulado a mi ensalada, porque tengo las manos con rajas cicatrizadas negruzcas, que cree van a infectar los tomates.
No se da cuenta de que son huellas del trabajo de tantos años, para dar pan y cultura a mis hijos, a su marido.
Y se niega a aceptar, aunque lo observa, que, no solo me lavo las manos con jabón dos veces, cada vez que voy a cocinar, sino que incluso me las refriego con lejía antes de preparar la ensalada.
Malo es cuando la hija mayor se enfrenta con su marido, delante de nosotros los abuelos, en desagradables y turbulentas escenas de celos, que nos amargan el día y no nos dejan dormir en paz por las noches, angustiados por el futuro de esos cinco nietos que han engendrado.
Malo es cuando un nieto te dice burra porque no has pronunciado bien una palabra o has metido la pata en una conversación, por tu ignorancia.
Pero lo peor es cuando tu hijo te recrimina por no besar el suelo que pisa su santa esposa, cuando tú sabes que es una zorra.
Y tantas y tantas cosas que una tiene que tragar.
Qué doloroso es sobrevivir tantos días haciéndote la sorda, procurando ser casi muda, aparentando estar contenta.
De tanto oírlas he aprendido de mis hijas lo que es el machismo.
Pero para mí no es el machismo de los machos de mi casa lo que me agota.
Es el machismo de mis hijas y nueras, o como diablos se pueda llamar a este estado de esclavitud en que ellas me mantienen.
Cuando estamos juntas, no solo en mi casa, sino incluso en las de ellas, delegan en mí todas las servidumbres de ama de casa.
Quieren seguir siendo hijas.
Que la madre se encargue de la casa, como siempre ha sido.
Las jóvenes, a descansar.
Y yo a punto de reventar, por esta insoportable sobrecarga desequilibrada, que no se podrá llamar machismo, pero que se le parece bastante, y que es mucho más injusta y dolorosa.
Mis hijas no me entienden.
Se han vuelto hurañas y agresivas.
Antes solo eran egoístas y flojas.
Me dejaban toda la carga, los niños, la cocina, la limpieza.
Todo el día con sus maridos, de cervezas, en la peluquería o en las boutiques comprándose modelitos.
Con ofrecerse a quitar la mesa ya lo creen arreglar todo.
Después de todo un día de barrer, limpiar y fregotear, por toda la casa, luchando con los endiablados nietos, que no dejan de poner chismes por medio, me pongo a guisar para todos, con la preocupación de darle un punto al guiso que agrade a mi hijo y no desagrade a mi yerno, que salga a punto en la hora que desea comer mi hija, pero que no se vaya a pasar o quedar helado para cuando llegue más tarde mi otro hijo con su mujer.
Todo un suplicio es oír los comentarios a la comida.
Los elogios ya no me alegran.
Antiguamente las reiteradas alabanzas a la excelencia del puchero me enorgullecían.
Sentía que ensalzaban mis dotes de cocinera, ante la olla humeante.
Ahora los halagos, me parecen vanos, vacíos, falsos, incluso egoístas e interesados.
Pero, aunque los más entusiastas elogios me son indiferentes, sin embargo el más mínimo comentario desfavorable me enfurece a rabiar.
¿Con qué derecho se creen de criticar el punto del potaje, el de la sal, el sabor que dan o dejan de dar las alcachofas o los guisantes, el vino blanco o las guindillas?.
¿Acaso ha movido un dedo alguno de ellos para colaborar en el guisote?
¿Acaso van a restregar después las cacerolas, los cubiertos, platos y vasos, que se acumulan por decenas en el fregadero?
¿Voy a dejar a mi nuera que quite el mantel, y, con ese único gesto, reivindique ante su marido, mi hijo, que ella me ayuda a llevar la casa?
¿Por qué, cuando mi hijo no está, no me echa de verdad una mano en la cocina o en la pancha, o coge la fregona y la escoba un rato?
Pero no, cuando su marido sale por la puerta, la señora se tumba panza arriba a ver la tele, leer revistas de chismes, o acicalarse de arriba abajo.
Si su hija la pequeña se hace pis, lo único que se le ocurre a la madre es vociferar: "Abuela, que su nieta está mojando la alfombra"... "yo no puedo ahora, que tengo puestos los rulos y me estoy secando el pelo"
Y cuando el burro de su hijo mayor, que ya tiene las fuerzas de un toro, me da patadas en las espinillas, porque no le dejo coger otra vez la caja de cerillas para prender fuego al sofá, su graciosa madre, mi cariñosa nuera, me dice: "abuela, no la tome usted con el pobre niño, que esos moratones de las espinillas le salen a usted por las varices, o porque se habrá golpeado sin darse cuenta con las patas del chiffonier".
Doloricas nunca fue capaz de sincerarse con sus hijos, pero un día se sinceró son su marido.
Éste no dejó escapar la oportunidad y puso al corriente de las confidencias a su hija la menor, la más sensata.
Al principio la hija no dio mucho crédito a las murmuraciones del abuelo, pero no descartó que, en el fondo, pudiera haber un atisbo de verdad, y decidió indagar la situación real.
Observó, escudriñó, husmeó, fisgó, conversó, comentó, preguntó, sonsacó, y, con acierto, concluyó que los abuelos habían quedado cortos en sus aseveraciones.
Es una chica verdaderamente inteligente, incluso clarividente.
Quedó sorprendida, al analizarse a sí misma y a los suyos, de la forma tan compleja en que se mezclan la grandeza y la miseria en el alma de los humanos.
De todos los humanos.
De ella misma.
Superó sentimientos de recelo y rechazo.
Aceptó la realidad.
Confesó a su marido los pormenores de su estudio familiar, las conclusiones diagnósticas a que había llegado y el proyecto de terapia que había ideado.
Suerte tuvo con el marido, que en todo estuvo de acuerdo, y dispuesto a ayudar con discreción.
El primer paso fue asesorarse para buscar un médico idóneo, a quien llevar a la abuela, y a quien contar las vicisitudes de su enfermedad.
Supieron que habían acertado cuando el médico diagnosticó normalidad orgánica con cuadro clínico de agotamiento general al que no encontraba explicación.
Confiaron al médico sus pensamientos y acordaron evitar a la abuela los conflictos familiares, sin privarla, de ser posible, del placer de disfrutar de hijos y nietos.
Sin duda son una gran familia.
Supieron adaptarse sin traumas, ni reproches inútiles e injustos.
Han gestado una excelente solución.
Toda la familia sigue reuniéndose en casa de los abuelos, como siempre, en Navidades, Semana Santa y la segunda quincena de Agosto; a veces Agosto entero.
La abuela, "como está enferma", en esas fechas, siempre se va de huésped, a la casa de su hija en la ciudad, o al chalet-restaurante de su hijo en las afueras del pueblo.
Visita con frecuencia a los numerosos hijos y nietos, que, junto al abuelo, pasan las vacaciones en la gran casa familiar.
Ahora incluso pasa más horas que antes con ellos, porque está liberada de labores domésticas.
Han contratado una sirvienta a tiempo completo, más dos asistentas por horas, según necesidad.
Las supervisiones domésticas están a cargo de las hijas y nueras.
Los gastos, a mocho, repartidos alícuotamente entre hijos y yernos.
El abuelo, como una rosa, que a él no le piden otra cosa que permiso para coger las peras del peral, o asesoramiento botánico sobre las hierbas que han crecido espontáneamente, junto a la piscina que han construido, entre todos, en la era.
Los nietos correteando y chapoteando en la piscina, de vez en cuando vienen a besar a la abuela, pero no le dan ya patadas en las espinillas porque está malita.
La abuela Doloricas ya no es una esclava, sino una reina, gracias a que se atrevió a murmurar a su marido unas quejas, y a que su marido tuvo el acierto de transmitirlas a la hija apropiada.
Han aceptado las propias limitaciones, observando que ese es el mejor camino para alcanzar el equilibrio en las grandes familias.
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